Hace más de cuatro mil años, los egipcios consideraban a los gatos animales sagrados. 

Los felinos, que eran queridos en un principio porque mantenían alejados de las casas a animales como las ratas y las serpientes que saqueaban los almacenes de alimento, pasaron a ser tratados como semi dioses.

Tanto, que estaba prohibido matar a un gato, y hacerlo suponía pena de muerte.

De hecho, en la mitología egipcia se veneraba a la diosa Bast (o Bastet), una mujer con cabeza de gato.
 
Bast fue diosa de la guerra, de la fertilidad, de la alegría, de la maternidad, la fecundidad y otras virtudes femeninas, además de guardiana del hogar y feroz defensora de los hijos.

En el Antiguo Egipto, además, los gatos sirvieron de inspiración para delinearse los ojos, una costumbre que todavía se mantiene en la sociedad actual.

Estos felinos pueden sobrevivir a grandes caídas, de hasta 20 metros de altura, porque son capaces de caer de pie y amortiguar el golpe.

Esa capacidad la poseen gracias a un gran desarrollo de los órganos del equilibrio, situados en el oído interno del animal, pero también gracias a una agudeza visual extraordinaria, que permite coordinar sus movimientos con rapidez y recuperar la posición antes de caer al suelo.
 
Sin embargo, y a pesar de lo que se cree, no siempre son capaces de reaccionar a tiempo.

Junio 2010 - Kehyna Diderot

Sus ojos brillaban en la oscuridad y se relamía con frecuencia, como si hubiese visto una mesa de banquete para él solo. Entre los arbustos, encontraba cobijo. Solía agazaparse y observar. Nunca se acercaba a la casa. Una vez, unos niños dijeron que habían intentado acercarse a él, pero había desaparecido en la nada, como si nunca hubiese estado allí. Los mayores del lugar dicen que es un fantasma. La gente joven suele hacer un además cuando hablan de él “Bah, tonterías, ¿un gato fantasma? ¿Qué tiene eso de terrorífico?”.

 
Desde que está ahí, la señora Eichler no sale de casa. Cuando llegó de Alemania parecía una mujer simpática, alegre y muy extrovertida. Nadie imaginaba que se volviese loca de repente.

Sólo llevaba en el pueblo un año y medio cuando le llamaron de su país. Su marido había ido de viaje y había muerto en lo que llamaron “extrañas circunstancias”. Fue cuando ella comenzó a parecer asustada. Aseguró que no saldría de casa, que si lo hacía, él vendría a por ella y la mataría. Contó a las vecinas que había pasado su vida amenazándola y que, ahora que estaba muerto no la dejaría en paz, cuando nadie podía acusarle. Las vecinas se compadecieron de ella e intentaron ayudarla.
 
Luego apareció ese gato gris, apostado frente a la casa, entre los arbustos. La señora Eichler tenía miles de fotos con un gato como ese. Le encantaban los animales y lo tenía desde que era joven, pero había muerto hacía muchos años, de viejo, en Alemania. Ahora estaba allí, siguiendo sus pasos a través de la ventana, espiando sus movimientos, amenazándola sin decir nada; y la asustaba como lo había hecho su marido en vida.
 
Las vecinas fueron dejándola sola. Nadie se atrevía a quedarse con “la loca”. Ella no aceptó la visita de un psiquiatra. Al mes, nadie iba a visitarla. Casi era un milagro que estuviese viva. En el pueblo, no sabían cuánto tiempo más le duraría la comida antes de morir de hambre. Pero nadie se atrevía ya a acercarse. La señora Eichler había perdido la razón, se había obsesionado con aquel gato y ya no era la misma.

Un día, cuando estaba a punto de morir de hambre, se levantó y miró por la ventana. La calle estaba vacía. Sentía como le temblaban las piernas. Los últimos días, había sobrevivido sólo con agua. El gato no estaba en el lugar de siempre. Y ella tenía hambre, mucha hambre. Moriría de todos modos, se decía. Bajó las escaleras llorando y abrió la puerta. El pulso le temblaba más por el miedo que por la desnutrición.
 
Dio un paso. Estaba fuera. Después de muchos días, había conseguido salir a la calle. 
 
Ni rastro del gato gris, su precioso gato gris.
 
 Dio un paso más. Un ruido en los arbustos. Contuvo la respiración. Nada. Sólo el miedo.
 
De repente, sintió que unos ojos la miraban. Una mirada felina la atravesaba. Comprobó su alrededor. Nada. Sin embargo, sabía que estaba allí, lo notaba. No tenía fuerzas para soportarlo. Cerró los ojos y se desmayó.
 
Media hora más tarde, unos niños dieron la voz de alarma. La habían encontrado tirada en la puerta de su casa. Estaba desangrada y desconfigurada. Las marcas de arañazos y dientes de algún animal cubrían gran parte de su cuerpo y la hacían irreconocible. Nadie podía asegurar si era ella o no, pero en el pueblo todos lo supieron porque nadie, desde entonces, ha vuelto a ver a su gato gris frente a la casa.

 


 
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