Existen grandes extranjeros en la literatura, la música y el cine. El de nuestro canadiense errante es uno de ellos aunque no fue el primero y tampoco el último...

“El extranjero” de Albert Camús publicada en 1942. En esta obra maestra del existencialismo francés descubriremos la pasividad y el pasotismo de una generación frente a todo y todos, incluso la propia muerte.



En el cine tenemos una gran “the stranger” de Orson Wells que, sin embargo, es más un extraño que un extranjero, jugando con la ambigüedad de la traducción española. Estrenada en 1947, trata de un nazi escondido en un pueblecito de la américa profunda.


En el "extranjero" de Leonard Cohen, de 1967, encontramos bastantes referencias a una gran película de 1955. "El hombre del brazo de oro", dirigida por Otto Preminger y protagonizada por Frank Sinatra, está basada a su vez en una novela homónima escrita por Nelson Algren. Aquí encontramos a un jugador, ex morfinómano, dispuesto a dejar el juego pero que juega esperando una carta aún más alta.


 



 

Y al recoger el comodín que se olvidó, descubre que no le ha dejado mucho más que nada. Recita el cantautor gijonense, Nacho Vegas, en una magnífica versión que traza su particular homenaje a Leonard Cohen, arpegiando la guitarra y narrando, con voz indolente, una historia llena de amor y de encuentros y desencuentros.
La canción del extranjero - Nacho Vegas




 

Abril 2010 - Alejandro Cantó

Fue una voz profunda y despreocupada que cantaba o quizá recitaba. Fueron los acordes de una guitarra. Fue un viejo sabio que decía lo que pensaba, mientras un gastado impermeable azul se dejaba caer sobre unos hombros derrotados. Fue ese judío que a veces sonrie en la inmensidad de los cielos. Fue Leonard Cohen quien posibilitó estos encuentros y desencuentros...
 
 

Se conocieron una noche de otoño, de esas en las que el naranja en el cielo se niega a desaparecer. Ella, visitaba una amiga en el centro. Él, se equivocó de piso. El timbre y la puerta, uno perdió al instante la cabeza. Acostumbrada a enamorar, acostumbrado a enamorarse, se atropellaron las palabras, se atropellaron las miradas.
-Hola me llamo Nicolás. ¿Está Juan?
Bullicio y gente, risas y humo, pero ni rastro de Juan. Para cuando Nicolás quiso darse cuenta de su error ya hablaba con ella. Sandra dijo llamarse, de profesión abogada. Quizá decir hablar ha sido muy atrevido porque Nicolás tan sólo escuchaba y, sin perder detalle, la miraba.
Tez blanca, labios rojos, ojos parpadeantes que se posaban un instante para perderse y volver, y volver a perderse, y volver a volver. Pelo castaño más corto que el del propio Nicolás.  Voz dulce, con la que habló de ella misma, de su novio, de su desencanto, de las causas perdidas... después preguntó y Nicolás respondió:
-Vengo de un lugar lejano donde hay mar y cielo y un molino y un faro, traigo un horario de trenes, estoy de paso. Soy un extranjero.
Ella calló. Tras unos segundos, miró los surcos profundos que se plegaban en la sonrisa de Nicolás y también sonrió. No te creo pero quiero creerte. Me siento deseada. Me siento deseado.
Y ese fue un encuentro, el primero de ellos.

 

 
Pasaron los días y pasaron las noches. De nuevo un timbre y una puerta. La casa de Sandra. Esta vez no hubo error y sin embargo ella no estaba. En su lugar Nicolás se encontró con una compañera de piso. Australiana. Se ofreció vino, se ofrecieron risas y sonrisas, se ofreció una cama, se ofreció sexo gratuito, sin ataduras, sin miradas, una polla aquí, unas tetas allá, una chupada aquí, un lametón allá, una descarga física, un encontronazo animal, sin palabras, sin nombres, dos extranjeros, dos horarios de trenes, sin lunas, sin cielos, sin secretos, sin mentiras…
Y ese fue un desencuentro.
 
En el escenario el hombre que casi conoció a Michi Panero. Una guitarra. Una pose tímida. Un chaval. Un caballero. Una negación de boda. Mil fracasos y un brindis por él y un brindis por ella. Nacho Vegas en concierto. Apoyado en la barra del fondo de la sala, Nicolás. Perdida entre el público, Sandra. Se buscaron sin querer y se encontraron. Él susurró mil historias, sueños de alargar la mano y tocar el cielo. Le prometió un pedazo para ella y olvidó que era un extranjero, olvidó los viajes, olvidó las marchas apresuradas y se puso en manos de la providencia. Ella aguantó el envite. Se mantuvo orgullosa. Conocía a ese tipo de hombres, le dejó pasar un rato a ese lugar donde guardaba sus momentos y, aunque sabía que sus palabras habían sido ya pronunciadas, quiso jugar el juego. En la despedida le dio un beso…
Y ese fue un encuentro.
 
 
El beso trajo insomnio en la cama de Nicolás y también supuso la perdida de un tren, la imposibilidad de escapar, la imposibilidad de marcharse a otro lugar. Los días de Nicolás no tuvieron ya noches, éstas se consumieron mirando la luna en viajes imposibles. Ella dormía de tirón sin hacer caso a su novio que intranquilo la abrazaba y la soltaba, como para constatar lo que ya sabía y no quería saber: ella no le pertenecía, no toda, pero un poco sí, lo suficiente para mantenerla allí. Suyo era ese trozo del amor que no se quiere dejar porqué no se sabe si el que vendrá también se irá…
Y ese fue un desencuentro.
 
Sandra recibió por correo un cuento que hablaba de las cosas que ocurren y de las cosas que tienen que ocurrir. Un cuento, escrito por un extranjero, con palabras que suele traer el viento. Sentada sobre la cama leyó sobre el deseo de tener y el deseo de dejar; tener un molino, dejar el mar, resguardarse en un faro. Quizá pasaron semanas. Él fue un recuerdo lejano. Ella un instante presente. De nuevo un timbre y una puerta. Unos vinos y una cena: comida japonesa. Él sabía hablar con lengua de promesas, ella escuchaba con oídos de ligereza. Unas copas, unas líneas de destino, unos bailes, más copas y más líneas de perdición. En la calle, el sol hizo tres la compañía. Sandra le invitó a subir a su piso…
Y ese fue un encuentro...
 
 
Y en la cama se perdieron y se encontraron, y en los encuentros volvieron a perderse. Sandra y Nicolás, Nicolás y Sandra: dos bailarines en una caja de música girando, al son y al son, mientras el mundo se detenía a su alrededor. Ella, encima, oteando el horizonte le recordó los tiempos en los que el amor era dar y no esperar. Él, vergonzoso, dejó el juego y desnudó su alma. Le ofreció su reino por su pensamiento y ella le dijo que su pensamiento no era de este mundo. Fue entonces cuando Nicolás le entregó su horario de trenes y susurró:
-No quiero viajar más, no quiero ver más mundo, lo que he encontrado es más de lo soñado.
Ella lo miró y sonriendo con dulzura le contestó:
-Yo, prefiero al extranjero.
 
 


 
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